Isabel
Allende
La
organización era una necesidad, porque «el camino al socialismo» muy pronto se
convirtió en un campo de batalla. Mientras el pueblo celebraba la victoria
dejándose crecer los pelos y las barbas, tratándose unos a otros de compañeros,
rescatando el folklore olvidado y las artesanías populares y ejerciendo su
nuevo poder en eternas e inútiles reuniones de trabajadores donde todos hablaban
al mismo tiempoy nunca llegaban a ningún acuerdo, la derecha realizaba una
serie de acciones estratégicas destinadas a hacer trizas la economía y desprestigiar
al gobierno.Tenía en sus manos los medios de difusión más poderosos, contaba con
recursos económicos casi ilimitados y con la ayuda de los gringos, que destinaron
fondos secretos para el plan de sabotaje. A los pocos meses se pudieron apreciar
los resultados. El pueblo se encontró por primera vez con suficiente dinero para
cubrir sus necesidades básicas y comprar algunas cosas que siempre deseó, pero no
podía hacerlo, porque los almacenes estaban casi vacíos. Había comenzado el desabastecimiento,
que llegó a ser una pesadilla colectiva. Las mujeres se levantaban al amanecer
para pararse en las interminables colas donde podían adquirir un escuálido
pollo, media docena de pañales o papel higiénico. El betún para lustrar zapatos,
las agujas y el café pasaron a ser artículos de lujo que se regalaban envueltos
en papel de fantasía para los cumpleaños. Se produjo la angustia de la escasez,
el país estaba sacudido por oleadas de rumores contradictorios que alertaban a
la población sobre los productos que iban a faltar y la gente compraba lo que
hubiera, sin medida, para prevenir el futuro. Se paraban en las colas sin saber
lo que se estaba vendiendo, sólo para no dejar pasar la oportunidad de comprar
algo, aunque no lo necesitaran. Surgieron profesionales de las colas, que por
una suma razonable guardaban el puesto a otros, los vendedores de golosinas que
aprovechaban el tumulto para colocar sus chucherías y los que alquilaban mantas
para las largas colas nocturnas. Se desató el mercado negro. La policía trató
de impedirlo, pero era como una peste que se metía
por todos
lados y por mucho que revisaran los carros y detuvieran a los que portaban bultos
sospechosos no lo podían evitar. Hasta los niños traficaban en los patios de
las escuelas. En la premura por acaparar productos, se producían confusiones y
los que nunca habían fumado terminaban pagando cualquier precio por una cajetilla
de cigarros, y los que no tenían niños se peleaban por un tarro de alimento
para lactantes. Desaparecieron los repuestos de las cocinas, de las máquinas
industriales, de los vehículos. Racionaron la gasolina y las filas de automóviles
podían durar dos días y una noche, bloqueando la ciudad como una gigantesca boa
inmóvil tostándose al sol. No había tiempo para tantas colas y los oficinistas
tuvieron que desplazarse a pie o en bicicleta. Las calles se llenaron de
ciclistas acezantes y aquello parecía un delirio de holandeses. Así estaban las
cosas cuando los camioneros se declararon en huelga. A la segunda semana fue
evidente que no era un asunto laboral, sino político, y que no pensaban volver
al trabajo. El ejército quiso hacerse cargo del problema, porque las hortalizas
se estaban pudriendo en los campos y en los mercados no había nada que vender a
las amas de casa, pero se encontró con que los chóferes habían destripado los
motores y era imposible mover los millares de camiones que ocupaban las carreteras
como carcasas fosilizadas. El presidente apareció en televisión pidiendo paciencia.
Advirtió al país que los camioneros estaban pagados por el imperialismo y que
iban a mantenerse en huelga indefinidamente, así es que lo mejor era cultivar
sus propias verduras en los patios y balcones, al menos hasta que se
descubriera otra solución. El pueblo, que estaba habituado a la pobreza y que
no había comido pollo más que para las fiestas patrias y la Navidad, no perdió
la euforia del primer día, al contrario, se organizó como para una guerra,
decidido a no permitir que el sabotaje económico le amargara el triunfo. Siguió
celebrando con espíritu festivo y cantando por las calles aquello de que el
pueblo unido jamás será vencido, aunque cada vez sonaba más desafinado, porque
la división y el odio cundían inexorablemente.
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